miércoles, 26 de marzo de 2008

Memoria de Siglos


Lo único que tengo claro con el tema del campo es que no me gustaría ser socio de un tipo que se lleva la mitad de mis ganancias sin compartir los costos. El esquema distributivo de Argentina es una reforma pendiente: desconociendo la profundidad del asunto, me parece que habría que buscar alternativas más equitativas. Expoliar a un sector con el fin de hacer crecer un supervit inmóvil no es redistribución del ingreso, un un carísimo sommier. El ¿modelo? económico actual es bastante ineficiente para solucionar los problemas de fondo y coyuntura. Habría que estudiar el tema de manera comparada, quizás así entendería un poco más.

Ahora, música para incentivar su bronca, amados ruralistas-web. (¡Acá la letra!)



Kristina, Louis Vuitton no fabrica gorros frigios.

lunes, 24 de marzo de 2008

Lollypop


Antes de salir de casa robé tres chupetines del frasco de caramelos. Con chicle, los chupetines. Mi papá los acumula, hace unos meses compró una bolsa de cien, pero creo que todavía no comió ninguno: tiene alma de kioskero. Previendo aceptación y rechazo, eran los tres de gustos distintos: si querían chupetines les convidaba, y si no querían, no me aburría del mismo gusto.

Iba a lo de Melisa, hacía mucho tiempo que no la veía. De camino pasé a buscar a Andrés. El primero de los chupetines ya estaba en mi boca. Con gusto a uva, dice el envoltorio, pero a mi se me antojó frambuesa. Nunca comí una frambuesa, así que es el gusto industrial, como el sabor a naranja de los bubaloo, que desencanta si uno comió naranjas reales antes. Andrés rechazó el suyo, parece que ni las manzanas ni las frutillas.

Cuando llegamos a lo de Melisa, ella desdeñó el de color verde y se burló de Andrés: "querías frutilla", le dijo, creyendo que su malicia era la del comensal que se sirve la última pata de pollo mientras sobra ensalada. Pero Andrés reclama mate. El envoltorio plástico del chupetín de frutilla me servía para jugar, mientras Melisa escuchaba interesada detalles nada jugosos acerca de lo irreversible de la vida, quevachaché.

Yo había tirado el envoltorio del chupetín de uva. No muerdo los chupetines, así que mientras tomaba mate el mío parecía en mi mano el vestigio (púrpura) de una varita mágica que perdió su poder. No lo iba a tirar, estaba rica la uva industrial. Además el chicle. La vista abajo, yo hablaba. Con el envoltorio rojo disfrazaba a mi dedo índice de Caperucita Roja, mientras reseñaba al Lobo, al Leñador y a la Abuelita. En mi historia, el Bosque no era escenario, sino el personaje principal.

Enrollado, el envoltorio era la alfombra voladora, y el chupetín de uva la misma varita (púrpura) hecha Genio. En mi historia, Aladino estafaba turistas japoneses, y la Princesa creía ser feliz con él en Marbella. Los tres deseos se le habían cumplido a Jafar, estamos en Argentina. La lámpara se la choreaban, pero no importa porque estoy hablando de Arabia, y el envoltorio del chupetín de Melisa se rompió un franja.

Los detalles se sucedían como una confesión. Melisa sabe escuchar, como nadie. El relato avanzaba cuando se caían los árboles del bosque. Melisa entendía, Andrés corría los troncos. De la mano de Melisa, Arabia no estaba tan seca, y Andrés barre la arena tomando mate porque la duna no nos dejó ver el bosque.

Volví al chupetín de uva, mastiqué el chicle y jugué un rato con los restos de caramelo pegajoso que quedaban en el envoltorio rojo. El leñador le vació dos cartuchos a Aladino y a la Princesa (a él por sorete y a ella por estúpida), pero extraña al lobo que mató porque esa fué la única vez que se sintió más allá de su propósito. Jafar se funde porque deseó dinero pero no un contador honesto, y trabaja en un parripollo que puso el Genio viudo con plata heredada de la Abuelita seducida por magia muerta. También se roban la alfombra voladora, nuestra última alegría. Caperucita empezó el secundario, embarazada. Coincidencias.

- El mundo es un pañuelo - dijo Melisa.

- Un papel de chupetín... - le digo yo - le falta una parte, anuncia algo que tiene de manera artificial, sólo le quedan fragmentos de lo que solía ser, y si no tenés cuidado terminás pegado...

Se ríen, los dos.

Y agrego: - Ah... y si te fijás bien, quedan marcadas en el plástico las huellas de los dobleces que tuvo, mostrándonos que alguna vez un extremo del envoltorio se juntó con otro.

La comparación forzada es obviamente estúpida, no debería exagerar ante mis amigos. ¿Cuando uno se vuelve viejo y poco interesante siempre espeta insolencias?

Las historias dan hambre y matear lava el estómago, vamos a comprar criollos. Metáfora para otro momento. La calle salva del ridículo.

jueves, 20 de marzo de 2008

Indio Reflexivo


Por algunos días no voy a publicar, y como ésta es una época de reflexión (y, además, estoy vago) los dejo con una entrevista a Carlos "El Indio" Solari publicada en revista Rolling Stone en el 2004. Voy a poner sólo dos párrafos de una entrevista extensa, pero si a alguien le piden en la escuela que haga un trabajo práctico sobre el tema "lucidez", debe leer la nota completa.


"El carácter civilizatorio de la industria del espectáculo es impresionante. Todos los criterios de los formadores de opinión están unidos a la industria del espectáculo. Si los artistas no se hacen cargo de eso, no se va a hacer cargo nadie. No quiero estandarizar la importancia del trabajo; estoy diciendo que tiene que haber de todo, que no debe prosperar la liviandad como canon excluyente. El arte es un arma muy importante para transmitir emociones. Y dedicarla simplemente al entretenimiento... No sé, a mí no me seduce mucho la idea de entretener a la gente mientras la vida pasa."

"Supongo que una sociedad en que la biotecnología logró cosas significativas, en la que los conocimientos lograron cambios, estará acompañada de otro tipo de música. Las tecnologías traen en sus propios nervios las catástrofes. Chernobyl, los virus informáticos... Tienen una vida muy parecida a la de los imperios. Y traen a su vez movimientos culturales que también tienen su momento de crecimiento, apogeo y decadencia. Estamos en un proceso histórico decadente, y el imperio hace lo que puede."


Un poco de paranoia, egocentrismo, crítica, opinión vinculando arte, política, economía y vanguardias de manera sólida, profunda y transversal.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Interiores


Sé las causas, por eso no entiendo que no quiera morir. Le hago el favor de ajustarle la soga en el cuello, de atarla firme al tirante, de patearle el banquito, y el desgraciado no quiere morir. En este lugar todos saben quién soy, qué hice, qué estoy haciendo acá adentro.

Araño el margen de la hoja con un lápiz, como si el hábito de retorno a las lecturas anteriores existiese. Tengo una letra traidora, pero la entiendo. Escribo sensaciones, hablo mal de gente que leo por primera vez. Como si ellos tuviesen la culpa. Como si la agonía del que se ahorcó al lado fuese de otro. Como si el ahorcado no me comprometiese. No hay crímenes limpios.

Un refugio imposible, la soledad. Tras la habitación enfrentaría al mundo. Dejé un tendal hasta llegar acá. La pieza, la puerta, el pasillo, demasiado grandes y pesados, no les puedo dar pelea. Mis dedos manchan carbón en la hoja, ansiosos. Quisiera salir, pero estoy pequeño. Y este libro retomado infinitamente nunca sabe igual, la idea que me extravió la mirada es distinta. Ya no vale el manchón ilegible.

Alguien abre la puerta de al lado, a carcajadas. El ahorcado pide que no se burlen de él. Ni de mí. Entiendo al burlón, y dibujo una media sonrisa mirando al espejo. Su propósito es desdramatizar. Y es ingenioso el hijo de puta. El ahorcado se ríe, lo escucho pedir ayuda: la soga aprieta mucho. Este libro ya no sirve.

Me calzo las zapatillas y abro la puerta. El ahorcado siempre fué el más sabio entre nosotros: me agradece el esfuerzo, pero me explica que no se puede matar lo que no muere. El burlón es el creativo: me pide que me vaya por un tiempo, que entre todos van a acomodar las cosas. Después de todo, no somos sólo nosotros tres. Un lindo lugar para vivir, pero no con este desastre.

Soy el más resuelto, un asesino valiente. Vuelvo a la habitación, corro las cortinas y observo el paisaje del fin del mundo: es más caluroso de lo que imaginaba. El arquitecto puso un hotel antes de terminar la historia, para pensar dos veces. Abro la ventana, el aire corre suave. No sé a dónde voy, pero no necesito equipaje. Un salto al vacío, elegante: nunca me caigo, soy un pensamiento que flota en el espacio. El viento decide: sólo él vive realmente.

Cada tanto, me gusta volver a ese lugar.

lunes, 17 de marzo de 2008

Naranjas

La observo en mi mano: podría decir que su tamaño respeta el promedio entre las de su especie, aunque ha de saberse que existen diferentes variedades. Más grandes, más chicas, con colores que van desde el anaranjado al rojizo, una naranja descansa en mi mano.

La compré esta mañana, necesitado de dulzura y algo que acelere mi ritmo intestinal. Sé que no es demasiado agradable hablar del tema, pero tengo tránsito lento. Generalmente lo resuelvo con cantidades colosales de mate dulce con peperina, pero estos últimos días la temperatura se tornó insoportablemente calurosa. Hoy no pude soportar más mi malestar.

Transpiré las dos cuadras que me separan de la verdulería esquivando mierda de perro. Les envidio el estoicismo con el que manejan su fisiología: sólo cagan cuando llegan al espacio verde adecuado. Mientras dejan caer las heces, transmiten una sensación de renacimiento interior, de recuperación majestuosa del yo canino. Nunca reniegan ni se exceden en tiempo, sólo el necesario, y están listos para volver a casa. Mueven la cola.

En momentos de onda congoja, uno no quiere que nadie advierta cual es el origen de su mal. En la verdulería comencé a comprar artículos varios con el fin de ocultar mis torpes intestinos. Pero los verduleros tienen ojo clínico y manejan el lenguaje corporal con transparencia: te dejan saber que ellos conocen tu dolor, que tienen el poder necesario para evadirte de tus aflicciones. Que sólo ellos pueden ayudarte.

- ¿Tenés naranjas para jugo, Elvio? – pregunté al verdulero, mientras esbozaba una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Asintió, devolviendo una mirada cómplice como sólo un verdulero que reconoce un malestar intestinal puede hacerlo.

- ¿Cuánto vas a llevar? – me preguntó.

- Dame un kilo – le dije, con las rojas venas de mis ojos a punto de explotar.

Me las embolsó con maestría profesional. Guiñándome un ojo me dijo: “Tomá una más, de yapa”. Casi lo beso como a una heroína de telenovela, el final de mis angustias estaba próximo.

Ahora, en la tarde ardiente, observando la última naranja que me vendió Elvio, recuerdo mi amarga desazón tras partir al medio la primera de aquellas frutas. El cuchillo temblando en mi mano era el único testigo de la cruel burla: la naranja estaba más seca que mis tripas. Me sentía estafado, engañado. La repetición de los cortes confirmó la crudeza de la situación: todas las naranjas yacían sobre mi mesada partidas al medio, exponiendo su amarillenta sequedad. Un crimen evidente: Elvio, mi verdulero de confianza, el sacerdote de mi íntima religión, había cometido mala praxis.

Preparé mi venganza con la furia de un siciliano y la frialdad de un filósofo danés, posiblemente Kierkegaard. Seguramente Kierkegaard no hubiese planeado una venganza por tan poca cosa, pero no creo que el talentoso Soren haya tenido tanto ardor en sus daneses intestinos. Pensar en el frío de los países nórdicos terminó de darle forma al desquite.

Camino lenta pero firmemente hacia la batalla, mientras miro la congelada naranja. Cuatro horas pasaron desde que coloqué la fruta en el freezer, suficientes para endurecer la herramienta del desagravio.

Elvio está en el frente de su negocio, de espaldas a la calle: son las cinco de la tarde, recién abre. Revisando un cajón de pimientos rojos seguramente urde una nueva estafa a algún desprevenido cliente, quizás también otro seco de vientre con buena fe necesitado de una solución como yo. Pero no hay moros en la costa, hace demasiado calor para estar en la calle. Desde la vereda opuesta, oculto convenientemente tras unos arbustos, calculo la parábola en el aire. “Vas a cagar”, pienso. Felicito mi ocurrencia.

Con su impune frialdad vuela la naranja brillante, reflejando el sol abrasador que presencia impotente la consumación de un acto de justicia terrenal. El eco del golpe resuena en toda la cuadra. No hay lugar para apelaciones: fue un tiro perfecto. Los gajos congelados se desparraman en el frente del local, alrededor del cuerpo desvanecido.

Saboreo el vértigo del éxito al hallar un paisaje que parece una postal mafiosa. El adversario abatido está desparramado sobre un montón de pimientos colorados, que se me antojan coágulos. Pero nada de sangre para ver, sólo hay frutas, verduras y un cuerpo derrumbado. Cuando se recupere del desmayo verá el cartel que colgué del cajón de las naranjas antes de huir cobardemente: “de yapa”, reza, contundente.

domingo, 16 de marzo de 2008

10 lugares feos para morir

La siguiente es una enumeración personal y subjetiva, y de ningún modo un TOP 10 o algo por el estilo. Todos estos lugares son feos para morir, y por casualidad resultaron ser 10.

  • En una convención sobre temas sociales o filosóficos. Los organizadores quitarían de su agenda todos los temas pautados para poner en su lugar mesas-debate acerca de la muerte. Los concurrentes enfurecerían por la falta de seriedad, pero tras la promesa de respetar los créditos académicos pautados, accederían gustosos. Dentro de una cómoda e hipócrita congoja, todo terminaría con un cóctel o una pata flameada.
  • En la quinta de San Vicente donde descansan los restos mortales del General Perón. Soy muy intrascendente: siempre sería "Juampï murió en la tumba de Perón", y nunca "Perón está enterrado donde murió Juampï". Mi ego y el del General no pueden convivir. No post mórtem.

  • Al costado de una autopista. Un lugar donde mucha gente pasa sin ver nada, salvo carteles indicadores que (por suerte) todavía no advierten nada acerca de mi defunción.

  • Sobre Avenida Sabattini, yendo desde el centro para el lado del Arco de Córdoba, antes de llegar al Disco, en la mano del frente. Hay casas de tunning que siempre estacionan los vehículos en la vereda: o me pisan los autos que circulan por la calle, o (mucho peor) me aplastan al ritmo de la música electrónica y el cromo, que no son otra cosa que una combinación cara y de mal gusto aplicada a la mecánica.

  • En el Banco del Suquía, o en el Disco , o en el locutorio donde suelo pagar las facturas, a menos que ya haya desembolsado. Me sentiría una persona que deja asuntos pendientes. Seré muchas, cosas, pero irresponsable no.

  • El baño de hombres del edificio nuevo de la Escuela de Ciencias de la Información. Es un lugar cerrado, casi tanto como la cabeza de quien lo diseñó. Allí hay poco oxígeno, casi tanto como en las arterias de quien lo diseñó. Y huele mal, casi tanto como las "influencias" de la persona que lo diseñó.

  • En el edificio nuevo de la Escuela de Ciencias de la Información. Luce moderno, pero es incómodo: va a haber problemas para retirar mi cuerpo, a menos que sea descuartizado. No sería agradable para nadie, pero por favor, si muero allí, no quiero salir entero.

  • En el edificio viejo de la Escuela de Ciencias de la Información. Cuenta la leyenda que quienes mueren allí purgan eternamente una condena que consiste en rendir Economía y Comunicación por toda la eternidad. Además, eso fué una comisaría, ¡por dios santo!

  • En una comisaría. ¿Vieron que aunque sean norteamericanas-modernas-comisarias-del-primer-mundo- hollywoodense, las comisarías son feas igual? Wynona Rider presa no les presta elegancia, ni Paris Hilton las convierte en un potencial telo.

  • El cajón donde guardo las bolsas que me dan en el supermercado o el almacén, las cuales serán luego utilizadas para tirar mis residuos. Es el cementerio del nylon, cercado por sólidas tablas de madera. Artificial y claustrofóbico. El peor de la lista.


Quizás haya algunos otros lugares feos para morir: esto no es definitivo, acepto sugerencias. La parca sorprende sin avisar, pero adonde lo hace dice mucho de uno. Y tengo 25 años, ya estoy en una edad clave para palmar. Pensalo: puede ser lo último que hagas.

viernes, 14 de marzo de 2008

Secuencia Inicial

Este es mi primer post, en mi primer blog. Quisiera contarles qué van a encontrar acá en el futuro (o al menos qué no) pero la verdad es que no lo sé. Dejaré fluir las cosas, y que sea lo que deba ser.

Estoy empujado por mi propia paranoia. Muchas veces intuyo desenlaces imposibles que me superan, porque la vida se las ingenia para enmudecerme. Un yo de pantalones cortos con las patas en el barro sube a cococho una especie de todólogo formado en los bordes de cualquier disciplina: entre los dos buscan pelea, pero son solo un blanco fácil.

Cuando andar por la banquina deja de ser opción para ser costumbre, ahí empiezo a preocuparme. Cuando lo convenido no me gusta, me siento sólo. Cuando me entendés me río, entonces me relajo y disfruto. Y si no me entendés no importa, voy a estar mejor.


¿Qué va a ser de tanta conexión sin lazos? ¿Qué servicio de mensajería instantánea transmite las vibraciones en el aire cuando te reís? ¿Será que "las palabras vuelan y lo escrito queda"? ¿O "todo lo sólido se desvanece en el aire"? ¿Lo que estoy haciendo es sólido o etéreo? No hay aire que se salve del viento, ni papel que resista al fuego.

¡Cómo me gusta volar! ¡Cómo me gusta quemarme con mis propias palabras! Ahí voy, mezcla de bonzo y estatua de San Martín, de lanza de espuma y fideos al pesto, de sindicato de soñadores y patada en culo. ¡Bienvenidos!