lunes, 27 de abril de 2009

Guerra Civil


Tengo un pequeño presidente latinoamericano vivendo en un cajón de mi escritorio, el tercero desde arriba hacia abajo. Lo descubrí hace un rato, buscando unas pilas "AAA": él estaba sentado sobre la más costosa, una Duracell recargable (la otra era una taiwanesa que vino con el MP3).

- ¡A tí, te conozco, alimaña imperialista! -acto seguido se paró para continuar con su discurso- Ahora vienes por nuestra energía, ¡pero nunca podrás quitarnos algo que por derecho propio le pertenece a nuestros esforzados trabajadores!

Sentía múltiples sorpresas. Primero, por encontrar entre mis cosas personales una criatura tan ínfima. Segundo, porque estaba encendidamente desafiando a alguien que sin mosquearse podría borrarlo para siempre. Además estaba cuestionando mi derecho de propiedad en nombre de un colectivo ausente. Y para colmo tenía un corte de cabello que no le favorecía: en ese momento era extrañamente calvo y cabezón, pero intentaba disimular las zonas desiertas con una pelusita blanca que le crecía de sien a sien por detrás de la nuca.

Cerré el cajón pensando que había sido una alucinación, pero cuando lo volví a abrir el tipejo estaba todavía ahí, de pie sobre una moneda de níquel de 1000 australes que uso para raspar el código de seguridad de las tarjetas del celular. Ahora lucía un poco más jóven, como si en 30 segundos hubiera rejuvenecido 10 años. Tenía algo más de pelo, todo negro, unos bigotes recortados a la perfección, un trajecito beige con dos botones y una voz más firme y decidida.

- Así que finalmente has regresado. ¡Ahora tendrás tu merecido! - me gritó.

Yo estaba tan extrañado que no atiné a argumentar más que un "correte, pelotudo" mientras tomaba las pilas que necesitaba, pero ya no recordaba para qué las quería. Al sentirse amenazado, se ocultó detrás de una billetera en desuso, saliendo casi inmediatamente vestido con un uniforme verde oliva y luciendo una tupida barba. Pero lo más sorprendente de todo es que ya no estaba sólo: lo acompañaban otros diez o doce hombrecitos vestidos como soldaditos. Todos me apuntaban con sus dedos simulando una ametralladora y me pedían que me rindiera. Al ver peligrar mi vida por tan poca cosa, tiré lo que tenía en la mano dentro del cajón, con tanta mala suerte que la batería taiwanesa cayó sobre un par de ellos. Casi al mismo tiempo le pegué una patada al mueble y me escondí detrás del puf con el que siempre me tropiezo en las mañanas.

Estaba sinceramente aterrado: me sentía amenazado escuchando la vocecita áspera y aguda del caudillo arengando a sus muchachos en el cajón que hasta tres minutos antes había sido mío (con ese tono típico de doblaje al español neutro que me revienta cuando veo una película en TV abierta). Transpiraba sudor frío y tenía los miembros paralizados, cuando finalmente me armé de coraje y salí valientemente a enfrentarlos.

Con las rodillas apoyadas en el suelo y haciendo una curva con la espalda, me acerqué silenciosamente hasta el borde del mueble, y comencé a abrir el cajón muy despacito. Los buscaba en la penumbra, pensando que estarían escondidos entre las decenas de porquerías que uno guarda sin saber porqué. Ya habían tallado un monolito en honor a los caídos en una goma de borrar Staedtler blanca que me quedaba del secundario, alrededor del cual había toda clase de minúsculas ofrendas. La tropa estaba reunida en la cercanía, contaba ya con más de cien bravos guerreros cuyos ojos iban encontrando los míos a medida que la luz los invadía. Al frente de todos se destacaba un uniformado rubio con rango de general: inmediatamente reconocí a mi enemigo.

Ya no sabía cómo proceder. En unos minutos podrían llegar a tomar toda la habitación. Quizás hubiera podido ir a buscar el Raid para atacarlos con armas químicas, pero es casi seguro que miles de ellos me emboscarían a la vuelta.

- Negociemos... ¡por favor, negociemos! -se me ocurrió decir, con los ojos llenos de lágrimas.

- La sangre de nuestros compatriotas no puede ser negociada -me respondió, pero en realidad le hablaba a sus partidarios- ¡No negociamos con terroristas!

- Pero por lo menos escuche mi oferta -le imploré, tratando de hacer tiempo mientras se me ocurría algo.

- Está bien, lo escucho. Hable de una vez que no tengo todo el día.

Me quedé abrumado cuando ante mi vista aquel general se convirtió en un abogado panzón, peinado a la gomina, con olor a colonia Avon. Simultáneamente aparecieron dos policías que me pidieron que me retire en paz. En ese instante el primer mandatario de esa patria ínfima sacó de entre sus ropas un papel, me pidió que lo firme, y me notificó con gestualidad pomposa que tenía dos minutos para levantar mis cosas y abandonar la casa. Los soldaditos se convirtieron en amas de casa que lo aclamban y le tiraban besos mientras se acomodaban los ruleros.

Hice lo que cualquier ciudadano honesto y respetuoso de la ley debe: di media vuelta y salí de mi hogar, respetando los acuerdos que la mayoría del pueblo convalidó con su voto, junto con los pactos internacionales que se citaron en los acuerdos firmados.

(...)

Sucedió tan rápido que solo me dí cuenta cuando me alejé un par de cuadras. En este momento estoy frente a una estación de servicio. Compro un bidón de nafta y vuelvo. Un par de cientos me voy a llevar.