jueves, 3 de septiembre de 2009

Del origen de la mayonesa


Un día de mayo del año 1543, el matemático y panadero inglés Harper Ponds, inventor del saborizador para bayaspirinas (aún antes de la síntesis del ácido acetilsalicílico) entró a su laboratorio de la bulliciosa ciudad alemana de Hamburgo para mirar a los ojos a su ayudante Otto von Hellmans y decirle: "pendejo, un día de estos vas a estar en boca de todos, si no es que te hago cagar antes".

Al sentirse amenazado por la epifanía de don Harper, Otto, maestro curtidor de cueros y beta-tester de queso parmesano, salió disparado de la botica. El azar lo depositó a dos cuadras de allí, frente al muelle 350 del maloliente puerto alemán. Espantado por la mirada libidinosa de un marinero polaco apellidado Zwyercinzky (quien relojeaba el culo perita del asistente de mister Harper mientras se secaba con el revés de la mano un hilo de baba medio bordó, medio amarillento), cruzó una calle sin advertir la alta velocidad del carruaje de la esposa del duque Reiner Manleys Wilde. La doncella, que respondía al nombre de Fanacoa Manleys Wilde, se mandaba un regio sandwich de jamón con chukrut al tiempo que escapaba de otro de los feroces ataques de seborrea que sufría su marido, un adicto a ponerse los sombreros de los curas pedófilos de la ciudad.

El carruaje impactó con fuerza contra la corporeidad de Otto ("lo levantó como sorete en pala", habría dicho el polaco Zwyercinzky a la incipiente prensa teutona), al punto que prácticamente quedó regado por todo el lugar. Fanacoa, que amaba el jamón pero aborrecía el chukrut, observó como un fragmento amarillento de Otto entraba por la ventanilla y caía sobre el pan. Es que Otto, de tanto probar queso, había desarrollado un cutis grasoso y lleno de fresco acné. Pues bien, todo el pus que rellenaba la purulenta piel del acólito del afamado investigador inglés terminó por embarrar el emparedado con el que "la Gorda" (así la llamaba cariñosamente el duque) se llenaba la panza.

"La Comilona" (así la llamaban sus nutridos contingentes de mancebos) tenía tanto hambre que se clavó un gigantesco bocado. Sorprendida por su hazaña (aunque dicen fuentes más que confiables de la época que no era ésta la primera oportunidad en la que "se comía un pibe"), no pudo ocultar su gesto de placer por lo que estaba saboreando. Fanacoa, que no era lenta para los negocios, patentó como marcas todos los nombres de los involucrados. Hasta el día de la fecha, esas patentes se alquilan a grandes corporaciones alimenticias.

Así nació la mayonesa, nombre originado por la combinación de los vocablos "mayo" (por el mes en el que sucedió el hecho) y "nesa" (término originado en las palabras de disgusto que habría manifestado el duque al enterarse de lo que su señora esposa hizo: "nesaconchayonolapongomás"). La tradición de untar el pan con pedazos de adolescentes granulientos tuvo un giro radical alrededor del siglo 19, debido a una prohibición del papa Gregorio XVI, quien en la bula "Manyarse Pebetens Non Demonicus Est" expresó la objetiva angustia que le provocaba el hecho de estar empomándose un pibe y que su sacristán lo pasara por la licuadora casi simultáneamente, para servírselo sobre un pancho entre vísperas y completas.

Hoy, desde este modesto blog rendimos homenaje al visionario Harper Ponds y a su ayudante Otto von Hellmans.

lunes, 27 de abril de 2009

Guerra Civil


Tengo un pequeño presidente latinoamericano vivendo en un cajón de mi escritorio, el tercero desde arriba hacia abajo. Lo descubrí hace un rato, buscando unas pilas "AAA": él estaba sentado sobre la más costosa, una Duracell recargable (la otra era una taiwanesa que vino con el MP3).

- ¡A tí, te conozco, alimaña imperialista! -acto seguido se paró para continuar con su discurso- Ahora vienes por nuestra energía, ¡pero nunca podrás quitarnos algo que por derecho propio le pertenece a nuestros esforzados trabajadores!

Sentía múltiples sorpresas. Primero, por encontrar entre mis cosas personales una criatura tan ínfima. Segundo, porque estaba encendidamente desafiando a alguien que sin mosquearse podría borrarlo para siempre. Además estaba cuestionando mi derecho de propiedad en nombre de un colectivo ausente. Y para colmo tenía un corte de cabello que no le favorecía: en ese momento era extrañamente calvo y cabezón, pero intentaba disimular las zonas desiertas con una pelusita blanca que le crecía de sien a sien por detrás de la nuca.

Cerré el cajón pensando que había sido una alucinación, pero cuando lo volví a abrir el tipejo estaba todavía ahí, de pie sobre una moneda de níquel de 1000 australes que uso para raspar el código de seguridad de las tarjetas del celular. Ahora lucía un poco más jóven, como si en 30 segundos hubiera rejuvenecido 10 años. Tenía algo más de pelo, todo negro, unos bigotes recortados a la perfección, un trajecito beige con dos botones y una voz más firme y decidida.

- Así que finalmente has regresado. ¡Ahora tendrás tu merecido! - me gritó.

Yo estaba tan extrañado que no atiné a argumentar más que un "correte, pelotudo" mientras tomaba las pilas que necesitaba, pero ya no recordaba para qué las quería. Al sentirse amenazado, se ocultó detrás de una billetera en desuso, saliendo casi inmediatamente vestido con un uniforme verde oliva y luciendo una tupida barba. Pero lo más sorprendente de todo es que ya no estaba sólo: lo acompañaban otros diez o doce hombrecitos vestidos como soldaditos. Todos me apuntaban con sus dedos simulando una ametralladora y me pedían que me rindiera. Al ver peligrar mi vida por tan poca cosa, tiré lo que tenía en la mano dentro del cajón, con tanta mala suerte que la batería taiwanesa cayó sobre un par de ellos. Casi al mismo tiempo le pegué una patada al mueble y me escondí detrás del puf con el que siempre me tropiezo en las mañanas.

Estaba sinceramente aterrado: me sentía amenazado escuchando la vocecita áspera y aguda del caudillo arengando a sus muchachos en el cajón que hasta tres minutos antes había sido mío (con ese tono típico de doblaje al español neutro que me revienta cuando veo una película en TV abierta). Transpiraba sudor frío y tenía los miembros paralizados, cuando finalmente me armé de coraje y salí valientemente a enfrentarlos.

Con las rodillas apoyadas en el suelo y haciendo una curva con la espalda, me acerqué silenciosamente hasta el borde del mueble, y comencé a abrir el cajón muy despacito. Los buscaba en la penumbra, pensando que estarían escondidos entre las decenas de porquerías que uno guarda sin saber porqué. Ya habían tallado un monolito en honor a los caídos en una goma de borrar Staedtler blanca que me quedaba del secundario, alrededor del cual había toda clase de minúsculas ofrendas. La tropa estaba reunida en la cercanía, contaba ya con más de cien bravos guerreros cuyos ojos iban encontrando los míos a medida que la luz los invadía. Al frente de todos se destacaba un uniformado rubio con rango de general: inmediatamente reconocí a mi enemigo.

Ya no sabía cómo proceder. En unos minutos podrían llegar a tomar toda la habitación. Quizás hubiera podido ir a buscar el Raid para atacarlos con armas químicas, pero es casi seguro que miles de ellos me emboscarían a la vuelta.

- Negociemos... ¡por favor, negociemos! -se me ocurrió decir, con los ojos llenos de lágrimas.

- La sangre de nuestros compatriotas no puede ser negociada -me respondió, pero en realidad le hablaba a sus partidarios- ¡No negociamos con terroristas!

- Pero por lo menos escuche mi oferta -le imploré, tratando de hacer tiempo mientras se me ocurría algo.

- Está bien, lo escucho. Hable de una vez que no tengo todo el día.

Me quedé abrumado cuando ante mi vista aquel general se convirtió en un abogado panzón, peinado a la gomina, con olor a colonia Avon. Simultáneamente aparecieron dos policías que me pidieron que me retire en paz. En ese instante el primer mandatario de esa patria ínfima sacó de entre sus ropas un papel, me pidió que lo firme, y me notificó con gestualidad pomposa que tenía dos minutos para levantar mis cosas y abandonar la casa. Los soldaditos se convirtieron en amas de casa que lo aclamban y le tiraban besos mientras se acomodaban los ruleros.

Hice lo que cualquier ciudadano honesto y respetuoso de la ley debe: di media vuelta y salí de mi hogar, respetando los acuerdos que la mayoría del pueblo convalidó con su voto, junto con los pactos internacionales que se citaron en los acuerdos firmados.

(...)

Sucedió tan rápido que solo me dí cuenta cuando me alejé un par de cuadras. En este momento estoy frente a una estación de servicio. Compro un bidón de nafta y vuelvo. Un par de cientos me voy a llevar.

domingo, 8 de marzo de 2009

Gente Desesperada



Todo comienza con un trazo invertido. Se coloca la lapicera al medio de la hoja y, sin mover el brazo (sólo la muñeca) se lo aleja del cuerpo, buscando el norte del papel. Lo que resta es una anarquía planificada: la libertad de movimientos gobernada por una parte de la cabeza que decimos inconsciente y reservada a la extensión misma de la superficie.

Las líneas no tienen porqué resolver el misterio de la vida, simplemente señalan una dirección. No hay un tiempo determinado ni límite en la cantidad de rayas. Dejarse llevar.

Las indicaciones acerca del final del test se las dará la música (me había olvidado de decir que hay que poner música, puta madre) en el preciso momento en que el sujeto del autoanálisis comienza a cantar. No analizar qué canción es, no vale la pena, las radios ya decidieron por nosotros. De esta forma se tensiona la conciencia, ajustándola a lo que otros llaman realidad, pero sabemos que no tiene sentido.

Ahora se necesita mirar la hoja, levantarla de la mesa (hay que estar sentado en una silla, tampoco me acordé -empiece de vuelta-), mirarla fijo. Acto seguido acercarla a los ojos, alejarla, rotarla como las agujas del reloj, observar el lado no escrito (Ah, use una hoja totalmente en blanco, ambas páginas).

Sin lugar a dudas, aparecerá un dirección, un teléfono, coordenadas, un e-mail: señales (ojo, no quiere decir que esté, sólo usted puede verla). Ir, llamar, volar o escribir y comprobar que ya conocía ese feo lugar.

Finalmente, agradecer a la propia locura esta importante oportunidad y hacer algo por ella, por ejemplo, matarla con alcohol o darle un beso, aunque lo ideal es reir bajo el Sol.

Y no se preocupe, aún no se han llevado lo mejor de usted.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Acerca de la existencia

Sinceramente, estoy desesperado. Por momentos creo que tengo muchas ideas, me siento frente a la computadora para escribirlas y se van. Nunca llego a abrir El Chivo que desaparecen y no vuelven. Otras veces golpean la puerta de mi conciencia antes de dormir. Son tan fabulosas que creo tener sueños felices por su causa. Y otras son demasiado grandes como para un post.

Pero heme aquí, con mis dedos saltando en el teclado para confesar una crisis más. Es crítico porque creo haber encontrado lo que tengo ganas de hacer, pero la materia prima se esfuma: para ser claro, experimento lo que debe sentir un carnicero que ve como se abre la puerta del freezer, se asoma una media res, se pone una tira de chorizos como bufanda y una hamburguesa por escarapela, y escucha atónito que ese pedazo de carne que alguna vez fué vaca le dice "me voy a un asado en la unidad básica, no me esperes despierto", mientras le lanza un beso soplado y afana un tetra de vino Toro de la estantería.

Obviamente, le echo la culpa a cualquier cosa. A veces puteo a los fantasmas, pero sé que no vivo en el plano de los muertos.

¿Qué pasa? ¿Es porque tengo un perfil en Feisbuc?

¿Es porque ando mucho en bici?

¿Es porque tengo un laburo en el cual aleatoriamente me dedico a escribir?

¿Es porque tengo una tesis que terminar y no me dan ganas?

¿Deudas pendientes?

¿Dudas pendientes?

¿Certezas pendientes? (nah, eso no )

¿Estaré aburguesado?

¿Estaré hamburguesado?

¿Estaré?

Creo que es hambre, nomás. Hay arroz con atún. Pero tengo ganas de otra cosa.